Brúarárfoss
El secreto turquesa que desafió a la tormenta
La tercera mañana nos despertó con un cielo gris y una lluvia insistente que parecía querer borrar cualquier plan de amanecer. Nuestro objetivo, Brúarárfoss, tendría que esperar. Tras informarnos de que el acceso habitual había sido cerrado, encontramos la nueva ruta y aguardamos en el coche a que el tiempo nos diera una tregua. La paciencia, una vez más, era nuestra única herramienta.
Cuando la lluvia amainó, nos adentramos en una arboleda que parecía custodiar el lugar. El sendero se abrió de repente y, ante nosotros, apareció la cascada. No era la más grande ni la más imponente, pero su color nos dejó sin aliento: un turquesa tan intenso y puro que parecía irreal en un día tan oscuro.
Brúarárfoss no se precipita en un único golpe, sino que se despliega en un abanico de decenas de riachuelos que serpentean sobre la roca. El agua glacial, de un azul casi fosforescente, crea una filigrana de hilos blancos que convergen en una pequeña grieta central, arremolinándose con una fuerza hipnótica. No es el estruendo de otras cascadas, sino un murmullo constante y envolvente que parece aislarte del resto del mundo.
Fue un instante mágico. Aprovechamos unos escasos cinco minutos para disparar, luchando contra el tiempo antes de que la lluvia regresara con fuerza. Justo cuando nos marchábamos, derrotados pero con un tesoro en las tarjetas, el cielo se abrió de nuevo. Algunos aprovecharon para volar el dron y contemplar desde el aire esa herida azul en la tierra; otros seguimos fotografiando, aferrándonos a cada segundo que aquel bello lugar nos regalaba.
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